// 27.10.2021 - 09.01.2022 / Sala CUB2

SARAJEVO, GUERRA Y PAZ

Gervasio Sánchez


La guerra de Bosnia-Herzegovina es parte incuestionable de mi vida profesional y personal. Es raro el día que mi memoria no se detenga en aquel conflicto. Sigo soñando con los bombardeos continuos y viendo el miedo en los rostros de sus habitantes a pesar de que en abril de 2017 se cumplirán un cuarto de siglo de su inicio.

Allí aprendí que la guerra no se puede contar. Por mucho que apures el bolígrafo, agudices el ingenio o encuadres la realidad nunca conseguirás que el lector conciba la verdad de un conflicto armado. El horror es inimaginable para quien no lo ha vivido.

Más de 100.000 bosnios fueron asesinados o desaparecidos, de los que miles eran menores de edad. Sólo en Sarajevo murieron 1.601 niños. Hay más de 25.000 menores huérfanos de padre o madre en todo el país.

Los más optimistas afirman que la capital bosnia no ha perdido su espíritu cosmopolita mientras los pesimistas creen que se ha disuelto en el desamparo de la posguerra.

Pero casi todos claman contra los europeos: “Nos traicionaron durante la guerra y nos han abandonado después de los acuerdos de paz”.

Aunque no soy culpable es difícil de explicar mi convulsión interna. Sé quiénes fueron los principales culpables: los que ordenaron matar y hacer desaparecer a centenares de miles de seres humanos. Pero en esta clasificación también incluyo a los responsables políticos europeos de la época.

Sé que uno de los vicios principales de nuestro tiempo es obviar el pasado, rehabilitar las biografías de los prohombres y convertir el mundo en un estercolero declarativo. Sé que hemos claudicado ante la verdad y que las víctimas son condenadas al ostracismo. Sé que todavía hay centenares de tumbas sin abrir. Sé qué ocurre cada 11 de julio en el cementerio de Potocari cuando miles de mujeres, hombres y niños se reúnen para enterrar a los últimos identificados de Srebrenica. Sé que los huesos de miles de bosnios sin identificar lloran en bolsas de plástico que se agolpan en frigoríficos gigantescos en Tutzla. Sé porque lo he visto con mis propios ojos demasiadas veces. Sé porque quiero saber. Porque la memoria y la conciencia son lo único que me quedan ante la ignominia y la mentira. Ambas heridas pero vivas.

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